
Cuando era niña y vivíamos en la casa junto al río, pasaba por ahí cada mes un hombre rarísimo, Cupido le decían, era como un vagabundo vestido con levita y sombrero de copa ya muy gastados, los zapatos rotos, barbudo y chimuelo. Llevaba una guitarra y una loca para que bailara mientras el tocaba y cantaba, cosa que hacía muy bien. La loca no era siempre la misma, se iba renovando cada dos o tres meses, se decía que las sacaba del manicomio para que lo acompañaran. Algunas bailaban bien, otras solo movían los pies de manera un tanto grotesca. Recuerdo una loca en particular, era bonita, bailaba con gracia y ya llevaba con Cupido más meses que cualquier otra, pero un día quien sabe que paso por su demente cabeza y se trepó al techo de una casa vecina, era un techo de tejas a dos aguas y la loca caminaba de forma precaria rompiendo algunas de las tejas y gritando con un chillido como de ave, la casa era de dos pisos y alrededor de ella ya estaba todo el vecindario viendo y esperando que iba a pasar con la loca, si se tiraba, si la lograban bajar, si se mataba tirándose de cabeza, todos esperaban espectantes viendo a un par de voluntarios que subieron a tratar de calmar a la mujer y convencerla de bajar. Cupido estaba ahí parado con la boca abierta y lágrimas en los ojos, creo que esta vez se había enamorado de su loca. Después de un buen rato terminaron por llegar los del manicomio y ellos si bajaron a la mujer y se la llevaron, Cupido se retorcía las manos pero no hizo nada por impedirlo, se fue caminando detrás de la camioneta en que se la llevaron y nunca más lo volvimos a ver ni supimos más de él.